de un peregrino errante.
Los
caminos que no me pertenecen,
Las
palabras prestadas que los días
dejaron
en mi oído.
Ángeles
Mora
Nos
cruzamos en la escalera del albergue, me llama la atención su forma de bajar, estudiando
cada paso, como si siguiera un manual de instrucciones.
Un
peldaño, stop, colocar un pie junto a otro, stop, nuevo peldaño, de nuevo stop.
Cada movimiento asegurado con la mano firme en la barandilla. ¿Cuenta los
pasos?, ¿los escalones?, ¿los centímetros de barandilla recorrida?
Llega
a tierra firme, fin del peligro, aun así, permanece con las piernas flexionadas.
Entonces reparo en sus botas, unas botas altas de montaña que le dan un aspecto
de niño tirolés. A la entrada del albergue, los peregrinos seguimos el ritual
de cambiarnos el calzado, después de jornadas de 25 kilómetros, puede ser el
mejor momento del día. Pero él, a esas horas continúa con sus botas, a pesar de
que por debajo de los calcetines lleva ambos pies vendados.
Voy a la habitación para dejar la mochila y ducharme. Bajo al rato, el sonido
de una vieja guitarra me atrae hacia la sala, una chica toca en el sofá, un poco
más atrás un grupo conversa en inglés, y en el rincón una pareja apura una
botella de vino.
No
está en la sala grande. Lo encuentro cinco, o seis pasos más allá de donde lo
dejé. De pie delante del banco cercano al comedor. Parada, inclinación, flexión
de piernas y por fin, se sienta, sorprende que no cruja al moverse. Levanta la
cabeza, nuestros ojos se cruzan, pienso que va a saludarme, me equivoco, su
trayectoria visual continúa hasta el reloj.
Lleva
el pelo recogido en una coleta larga y rubia, tiene los hombros levantados en
un gesto interrogante. Me mira, más bien mira mi cintura que queda a la altura
de sus ojos entreabiertos, pero no me ve. Quizá esté loco, o muy cansado.
Le
saludo, levanta unos milímetros las cejas. No quería molestarte, digo sin pensar,
tranquila vi tus pies desde el principio, contesta él impasible. Antes de que
pueda entender qué ha querido decir, me pregunta muy despacio: ¿necesitas algo?
Esperaba
otro tipo de pregunta como: ¿llevas mucho caminando?, o ¿desde dónde vienes?
Habla con un acento extraño, quizá haya hecho una traducción literal de su idioma.
Todo bien gracias, ¿y tú? No contesta, sólo resopla y baja la cabeza. Fin de la
conversación. Vuelvo a la sala, elijo un libro al azar y me siento en uno de
los sillones del fondo desde el que puedo observarle sin ser vista. Él
permanece en stand by.
Suena
el timbre de la cena, se levanta, se coloca delante de la puerta del comedor.
Me admira su precisión, debe ser alemán. Se acercan otros peregrinos, conversan
entre ellos, él espera en silencio. Me coloco también en la fila, no quiero
perderle de vista. Abren, camina hacia la barra del buffet, coge una bandeja,
vaso, cubiertos, con movimientos precisos, quizá le duela cada uno de ellos.
Avanza
con pasos laterales, desplaza la bandeja con las dos manos sobre la plataforma.
Alarga un brazo, coge una ensalada, avanza, coge un postre, avanza, se detiene,
no hay motivo para hacerlo ahí, no tiene comida que elegir, la fila se detiene
tras él. Mira a derecha, mira a izquierda, resopla y mueve ligeramente la
bandeja hacia la izquierda, choca con la bandeja del vecino, de nada sirven sus
quejas, resopla, da un paso pequeño lateral hacia la izquierda, el vecino se ve
obligado a echarse para atrás para dejarle retroceder, el peregrino ocupa su
lugar y avanza un pasito más hacia la izquierda, su nuevo vecino se aparta
también, así hasta tres. Quedan los otros peregrinos en fila perpendiculares a
la barra a la espera de que avance hacia el lado correcto. Algunos observan
otros se quejan, él alarga un brazo, coge un trozo de pan, lo coloca en la
esquina de la derecha, resopla, y vuelve a avanzar en la dirección correcta.
Se
sienta solo, las mesas se llenan, la suya también, come en silencio, en orden:
tic, tac, tic, tac, levanta y baja el tenedor acompasado con el reloj del
vestíbulo.
No
lo soporto más, no quiero seguir mirándole, abandono, me voy al jardín, me
tumbo y miro las estrellas hasta tarde. Camino de mi habitación, me cruzo con
él en la salida del comedor, una mujer cierra la puerta a su espalda enérgicamente,
al poco, se apagan las luces. Subo las escaleras de dos en dos.
A
la mañana siguiente me obligo a no mirarle, se llevará su misterio con él, hoy
es mi día de vuelta y no andaré más. Consigo evitarle hasta la puerta, donde me
doy de bruces con él, le cedo el paso, a él y a un grupo de peregrinos para
perderle de vista. Imposible, se ha puesto en cabeza y la calle es tan estrecha
que no se le puede adelantar, avanzamos las hormigas en procesión, él marca el
ritmo hasta que salimos a una plaza, y el atasco se rompe.
Sólo
quiero un sitio donde tomar un café tranquila pero el pueblo es pequeño y
volvemos a encontrarnos. Un paso, dos pasos, son quince pasos desde el albergue
hasta aquí me dice con una media sonrisa. Me lanzo, le pregunto: ¿Cómo te
apañas?, ¿cómo son tus etapas?, ¿te encuentras bien? Él sonríe y continúa
caminando.
Ahora
sí que me rindo, le dejo marchar, sin despedirme y me dejo caer en una silla de
una terraza. Mirarle, me provoca sufrimiento, admiro su arrojo, su locura o lo
que sea que le mueva a continuar. Yo necesito un café. Le pido al camarero un
cortado y el periódico. Cuando me levanto para irme, estoy convencida de que
por lo menos habrá salido del pueblo pero no, me lo encuentro sentado en la
parada, esperando tranquilamente el autobús.
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